Desde La Diáspora... Recuerdos: El Templo de Baco

“La Praviana”, durante más de tres décadas fue uno de los lugares más famosos de San Salvador, y yo la conocí por vez primera cuando tenía ocho años. De dónde vino el nombre? Hay varias versiones que lo explican, pero casi todas aseguran que existió un bar pionero con ese nombre. Ya antes del suceso que me pasó, había vagado por allí empujando mi rin de bicicleta a plena luz del sol, sin haber notado nada extraño. De día, cientos de almas inocentes caminaban esas cuadras sin saber, o sabiendo, lo que en las noches de los fines de semana ocurría allí. Para entonces La Praviana no era un local específico, sino una zona. Era un Templo dedicado a Baco. En los años sesenta abarcaba varias manzanas al norte del centro de San Salvador, que para entonces contaba con una población de entre 200 y 300 mil habitantes. En mis vagancias -siendo un “cipotillo”- mis linderos de San Salvador fueron: al Norte La Colonia Atlacatl, al sur La Colonia Luz, al Oriente La Terminal de Oriente, y al Poniente la Colonia Escalón. Pero teniendo La Praviana tan cerca nunca había estado en ella de noche, y los machos de mi entorno casi no hablaban de ello en mi presencia. Y era porque estaba muy “chiquito” para saber de ello. Se me mantenía secreto el hecho de que casi todos los “machos” del mesón y del barrio siempre iban allí los viernes y sábados. De metido, entre la plática de los “grandes”, una vez oí su nombre por vez primera y le pregunté a mi hermano mayor “qué se iba a hacer allí”, y me contestó que “a marcar tarjeta”. Ah!, dije yo, como dando a entender que entendía lo que no comprendía. Quizás eran como las diez de la noche de un día viernes de los 60's, -“bien noche” para los tiempos- cuando llegó una sirvienta de una de las casas de “lujo” de los alrededores del mesón, notificando a mi madre que recibió llamada de un familiar nuestro, avisando la muerte de mi bisabuela paterna de 107 años. Nadie de los adultos se hallaba en casa, pues era viernes, “día de marcar tarjeta”. Estábamos solos con mi madre, un hermano de apenas tres años -aún mamando- y yo. Mi Madre me despertó anunciandome la triste noticia. Luego dejó encargado el bebé a la vecina de la pieza vecina y salimos a buscar un taxi. Aunque conocía San Salvador de día, esa noche me di cuenta que no lo conocía de noche, pues no atiné adonde íbamos. Entramos a una calle muy concurrida con grupos de gente, mariachis, tríos y mujeres elegantes con abundante maquillaje. A ambos lados de la calle había casas con luces encendidas y música a todo volumen, casas que no recordé ver abiertas de día. El taxi paró enfrente de un local con gran letrero vertical, casi en forma de cruz, colocado encima de la entrada. Las letras azules horizontales más pequeñas decían “Bar y Restaurante”, y en las letras azules verticales más grandes se leía “EL FARO”. Mi madre me dijo: “Entrá allí, buscas a tu papá, le decís lo que pasó a tu abuela y te salís rápido; aquí te espero en el taxi...”. La entrada no era muy grande, y después de atravesar el pequeño pasillo lleno de grupos de “grandes”, se me abrió la amplitud del lugar y me entró miedo... En aquellos tiempos, encontrar a una mujer en una cantina se le consideraba una puta, de allí la prudencia de mi madre, pero un mono de ocho años era inocencia y podía entrar casi donde sea. De las muchas cantinas que pululaban la zona de La Praviana, el Faro y el Bengoa eran de los más populares. Había de todo, desde cantinas de caché en los linderos de la zona, como El Lutecia; así como cantinitas decentes como el Don Chico y cantinas revueltas como el México, Ritz, Hotel Paris, Frijolitos Carlota, que eran la mayoría y ubicadas en el corazón de la zona que roseaba a El Faro, que parecía la cantina monarca. No sé donde ubicaría a El Faro, pero era enorme. Allí cabían hasta 500 personas. Había mesas de billar, mesas de póquer, juego de dados, tríos y mariachis a montones, que sólo tocaban música “mejicana”. El Faro era el santuario de la mayoría de ladrones y homosexuales capitalinos que osaban descubrirse. Los culeros más pistudos de la capital, los “tahúres” más mañosos y los ladrones más peligrosos de San Salvador frecuentaban El Faro, y todos los “machos” Salvadoreños disfrutaban de los impíos bacanales que eran de rigor todos los viernes y sábados por la noche. Pero toda la zona de La Praviana a veces se tornaba violenta y era común leer los lunes en la primera plana de los diarios capitalinos noticias como “el lugar donde se suscitó una riña que terminó en muertos y heridos”; pero era raro comparado a lo de hoy. En pánico salí corriendo de regreso al taxi y le dije a mi madre que me daba miedo, mientras mi madre me llenada de valor con un “no te va a pasar nada, nadie te va a comer”, el taxista se ofreció acompañarme a buscar a los “grandes” de mi familia. Aún existía esa especie, hoy extinta, de taxistas íntegros en el viejo San Salvador. El señor taxista me agarró de la mano y entramos al Templo de Baco. Caminando en medio de las mesas, el taxista me decía que mirara a todos lados; pero yo, o veía a la mujer “bella” con voz de hombre, o a los malencarados con las cartas en la mano. Al fin pude ver a mi papá en medio del gentío y la bulla, jugando naipes en una mesa. Hice el mandado y él me dijo “ta bien, decile que ya salgo, pero ya salite de aquí que te pueden llevar preso”, como si ser “chiquito” en ese lugar era ser delincuente. Fue algo tan nuevo para mí, que no pude dejar de pensar en El Faro, ni durante el velorio, ni en el entierro de mi bisabuela. Diez años después, en los inicios de los 70's, pude de nuevo entrar a ese lugar. Pero ya había cambiado y ya estaba agonizando, no sólo El Faro, sino que La Praviana entera, tal cual mi tata y los grandes de mi mesón la disfrutaron. Herrera Rebollo, y Morales Erlich, alcaldes capitalinos, tratarían de convertirlo en “lugar turístico” y acabaron con la mayoría de “cantinuchas”, lo cual, al final, fue el golpe de muerte a La Praviana, tal y cual la conocí. Terrícola REENVIA - IMPRIME - COMPARTE - HAZ PATRIA...